[Colaboración] Maia (Uno)


Atravieso como una flecha los arbustos, cuyas ramas, desnudas, me arañan la cara. Hundida en la nieve hasta la pantorrilla, cada paso es una cuchillada. Mis pulmones buscan el aire con desesperación mientras los lejanos estallidos de las bombas vibran en mis orejas, ensordeciéndome.

Las imágenes golpean mi cerebro sin control. El bosque a oscuras se mezcla con las llamas lamiendo las casas y los edificios derrumbados; los animales que, huyendo como yo de la guerra, pasan a toda velocidad por mis costados se confunden con las personas desesperadas que correteaban sin rumbo por las callejuelas, aullando nombres e intentando refugiarse del fuego y las balas. Algún lobo distante suena como mi hermano suplicándome que corra. 

Un pequeño problema del pánico es que te desordena la realidad.




Corre, Maia.


Y corro, sí. Corro con las esperanza de llegar pronto al pie de las montañas. La idea de estar moviéndome en círculos me enloquece, pues si me encuentran está todo perdido. Los árboles, mis viejos compañeros, son ahora un borrón verde, marrón y blanco a mi alrededor. Su canto agónico golpea mis orejas, sienten el fuego que quema la ciudad en sus raíces.

De repente, me golpea el silencio. Ya no se oyen explosiones. El bosque está callado. Freno en seco y me encuentro en un claro, un pequeño círculo limpio de árboles y arbustos. Miro hacia atrás, por encima de las copas de los pinos, y a lo lejos distingo una humareda que sube en círculos hacia la noche. Mi corazón se detiene. Ni siquiera se oyen gritos. 

Siento el pecho ardiendo, el estómago contrayéndose de formas inhumanas. Agotada. Ni siquiera tengo fuerza para llorar. No soy capaz de asimilar el significado de lo que está ocurriendo. La culpabilidad es como si uno de los cascotes de los escombros que volaban por todas partes se hubiera clavado en mi costado. El miedo y el frío me abrazan, me estrujan, me sacuden. Me colapso. Me detengo. Me derrumbo. El pánico que me había empujado a correr cada vez más rápido por mi supervivencia empieza a ser sustituida por el peso de las vidas que he dejado atrás. 

Pero no tengo tiempo para pensar. Un ruido no muy lejano azota el bosque y me corta la respiración de golpe. Intento silenciar mi cabeza. Cascos de caballos, varios de ellos, atravesando al galope la maleza. Los suficientes y suficientemente rápido como para que su ruido no se silencie con la nieve. 

Ansiosamente, miro a mi alrededor buscando un lugar, un refugio, un agujero en el que meterme. Estoy perdida, perdida. Noto el pánico subiendo por mi esófago al descubrir que no hay absolutamente nada salvo árboles. Mi propio pulso me ensordece por momentos. 

Una idea cruza rápidamente mi cabeza. Me acerco a un pino que debió romperse durante una de las tormentas de nieve y cuyo tronco descansa sobre la nieve. Tapándome con la capa, me siento en el suelo y aplasto mi cuerpo contra él. Intento ignorar el frío, que atraviesa las capas de piel que llevo encima. Tiritando, me cubro tanto como puedo con la nieve. 


Respiro hondo. Necesito concentrarme. Aprieto los párpados, frunzo el ceño e intento centrar toda mi energía en las manos que, temblando, hundo en la nieve y clavo en la tierra. Murmuro un par de palabras en voz baja y rezo interiormente para que funcione. Ayúdame, Madre. Empiezo a sentir la energía recorriendo mi cerebro, mi pecho, mis brazos. Débil, pero existente. Repito la fórmula, intentando que la desesperación no me descontrole. 

Un pequeño inconveniente de la magia es que suele abandonarte.




Siento una corriente eléctrica recorriendo todo mi cuerpo y abro los ojos. A penas soy capaz de ver mis dedos. Mi piel, antes olivácea, se confunde ahora con el blanco del suelo. Sucede exactamente lo mismo con mis ropas. 

Pero no tengo tiempo de alegrarme. El ruido de los cascos se intensifica hasta que los veo entrando al claro. Mis esperanzas de que pasen de largo se desvanecen al verlos detenerse. Cerca, demasiado cerca. El silencio es ahora una losa. Casi echo de menos los estallidos. 

A escasos metros de mí se encuentran los caballos más grandes que jamás he visto. Su color azabache es escandaloso en el paisaje, y sus jinetes, a quienes no puedo ni mirar sin que se me hiele la sangre, hablan en una lengua que no reconozco. Arrastran las palabras, como si les costara hablar. Noto que se me escapa la cordura a medida que pasan los minutos. Dan unas cuantas vueltas y cuando uno de ellos se acerca un poco me llega el olor putrefacto de la sangre. Aguanto las arcadas. Cierro los ojos. 

Sostengo el aire. Silencio.

Pierdo el sentido del tiempo. Quizás también la consciencia, durante un rato, pero cuando abro los ojos de nuevo ya no están allí. Solo queda su rastro rojo en la nieve. Hiperventilando, entumecida, salgo del escondite. Me arrastro como puedo por la nieve unos cuantos metros, ya sin prácticamente sentir mis extremidades. 

El dolor es insoportable, pero me obligo a caminar, consciente de que si no encuentro refugio moriré aquí mismo y todo habrá sido en vano. Me desespero al darme cuenta que ni siquiera vislumbro las montañas desde donde estoy. Los pinos vuelven a su cántico, pero sus palabras se mezclan y no consigo entenderles. 

Vago a través del bosque durante lo que siento como una eternidad. Pronto empiezo a perder la noción de lo que tengo a mi alrededor, mientras me invade lentamente el sueño. Mis pasos se vuelven lentos; mis movimientos, torpes. Poco a poco noto que me entumezco. Termino dejándome caer en la nieve. La noto a lo lejos, quemándome con su hielo la piel de las mejillas. Dejo que me invada la oscuridad pero, entre la neblina, y justo antes de que todo desaparezca, dos brazos me levantan y me llevan en volandas. 

Y se apaga todo. 




Un estruendo me despierta de golpe. ¿Una bomba? Parpadeo con fuerza para acostumbrarme a la repentina luz. Me asusto al no reconocer el espacio, ya que me encuentro en lo que parece ser una cueva a la que no recuerdo haber entrado, y estoy cubierta por pieles que sé con total seguridad que no me pertenecen. Intento incorporarme, pero un dolor agudo me atraviesa el pecho y ahogo un grito. 

Jadeo, quieta, hasta que se calma, y solo entonces me atrevo a recorrer la caverna con la mirada. El hueco en la roca es relativamente pequeño, no tendrá más de tres metros de ancho y dos de alto, pero cumple su función de resguardarme de la tormenta. El hecho de estar totalmente sola me tranquiliza y asusta a partes iguales, pero nada cubre la boca de la cueva, lo que significa que por lo menos no soy prisionera. O tal vez no me consideran capaz de huir. 

Sacudo ese pensamiento fuera de mi cabeza y me arrastro entre aullidos de dolor hacia la abertura para ver el exterior. Quiero ver donde estoy. Me sorprendo al ver la altura a la que me encuentro. Quién sea que me haya traído ha escalado mucho para llegar aquí, y conmigo a cuestas. 

Desearía quedarme ahí, vigilando si se acerca alguien, o quizás averiguar qué me ha despertado exactamente, pero el viento es demasiado frío, así que vuelvo a reptar hacia mi posición original. Lucho por mantenerme despierta, más por miedo que por otra cosa, pero mis párpados pesan demasiado y me caigo irremediablemente en un profundo sueño. 




Abro los ojos y me recibe la oscuridad. Sigo en el mismo lugar, pero un pequeño fuego crepita cerca de mí. A penas ilumina el centro de la caverna, pero su calidez es deliciosa. Miro, somnolienta, las pequeñas llamas que bailan tímidamente durante unas instantes, hasta que me doy cuenta de que al otro lado de ellas hay un muchacho que me está mirando. 

-Buenos días – murmura. 

Guardo silencio y me arrastro un poco más lejos de él, mordiéndome la lengua para contener el dolor en el cuerpo. 

-No os mováis. Da la sensación de que estáis herida. 

-¿Quién sois? – Espeto. 

Esboza una sonrisa de lado. 

-Mi nombre es Samuel. – Guarda silencio, imagino que esperando que me presente yo, pero no lo hago, y suspira – Quizás deberíais echar un vistazo a esas heridas. 

Desenvaina un puñal, lo que me pone los pelos de punta. Todos mis sentidos se ponen alerta y supongo que se me nota en la cara, porque sonríe. Saca entonces de una bolsa un conejo muerto, se gira y empieza a despellejarlo. 

Espero unos segundos para asegurarme de que no está mirando, y aparto las pieles que me cubren. Lo primero que veo son mis pies. Me quito los zapatos, y ahogo un grito al ver que los calcetines están empapados de sangre. Los retiro con cuidado, y descubro, aliviada, que solo se trata de uñas rotas y algún corte. Las piernas están cubiertas de moratones y arañazos, y me cuesta moverlas por el frío, pero no son nada serio. Prosigo hacia arriba con dificultad, ya que los dedos de mis manos siguen intentando descongelarse, y contengo la respiración al descubrir un moratón negruzco y morado que se extiende por todo mi costado izquierdo. Acerco los dedos y un simple roce basta para que gima de dolor. Una costilla rota, al menos, o quizás dos.

-¡Mierda! – exclamo, frustrada. 

Maldigo las explosiones, maldigo lo frágil de los edificios cuyos ladrillos se desperdigan por los aires ante la mínima colisión. Una fractura lo dificulta todo, y más yendo a pie. 

-¿Puedo girarme? 

No respondo. Me estresa pensar en todo lo que necesitaría para curar mis huesos y que ni en los mejores sueños podría conseguir. 

-Puedo ofreceros vendas – susurra Sam desde el otro lado. 

Mis ojos se clavan en él durante unos instantes.Viste ropa negra y una capa hecha con remiendos de distintas pieles. Es ancho y parece alto. Su pelo es castaño y le cae largo, sucio y desaliñado sobre los hombros. Suelta un suspiro de exasperación y se da la vuelta para mirarme.

Me arrastro de espaldas hasta tocar con ella la pared de la caverna y me incorporo. Una vez abandonada por la adrenalina, la realidad es extremadamente dolorosa. El muchacho, quien imagino que se ha resignado a mi silencio, rebusca durante un rato en un morral que tiene junto al fuego, y se acerca hacia mí con los vendajes en la mano. Me desprendo de la ropa que me queda hasta dejar la piel al descubierto. No parece que tenga otras heridas a parte de ese golpe y unos cuantos moratones más. El resto de mi piel, intacta, permanece de su color natural y cubierta de algún que otro tatuaje. Tiritando, le tiendo la mano para que me dé las vendas pero para mi sorpresa, roza con el dedo mi cadera, donde tengo un símbolo del Árbol Madre. 

-Sois una hija de la tierra - dice, con los ojos muy abiertos. 

Le miro en silencio. Tiene los ojos de color hielo, y me devuelve la mirada en una mezcla de miedo y respeto. Aprieta los labios y empieza a vendarme. Me muerdo la lengua y respiro hondo para controlar el dolor agudo que me atraviesa el pecho. Tiene fuerza, y una vez ha terminado, a penas puedo moverme pero siento mucho más contenidos los pinchazos en los huesos. 

Sin pronunciar palabra, vuelve a su lugar junto a la hoguera y empieza a cocinar sobre ella el animal muerto. Demasiado agotada y dolorida para hacer ningún movimiento, ya ni hablar de vestirme, descanso todo mi peso sobre la roca y suspiro. 

-¿Quién sois? - le pregunto de nuevo. 

-Samuel H'lak, hijo de Jort. Vengo del sur, de Grya. 

El corazón se me dispara en el pecho. Grya. El extremo meridional de nuestro país. Lejos, lo suficiente como para que resulte desconcertante encontrar a algún habitante fuera de allí, demasiado incluso para que sepa de nuestra existencia. 

-¿Por qué nos conoces? 

Un pequeño efecto colateral de la guerra es que te enseña a no confiar en nadie.




Maia - Capítulo Primero

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