[Capitulo 11] Fallen Hero I




Deshice todo el camino hasta la casa de mi señor de la misma forma que uno se dirige a la muerte, con la cabeza alta, el corazón en un puño, y una casi sobrenatural serenidad. El miedo debería sobrecogerme, hacerme correr, hacerme parar a medio camino, dar dos medias vueltas y seguir adelante. Pero no lo hice. No llegué más rápido ni más deprisa. No estaba ni a días ni a semanas ni a meses de camino, y la vista al horizonte no desvelaba tales medidas. Tenía la sensación, y tenía razón, de que llegaría justo cuando tuviese que llegar.

¿No sientes a veces que las cosas siempre pasan en el momento justo? No digo en el momento en que te va mejor a ti, digo en el momento en que, de alguna forma, es preciso que ocurran. Por el desarrollo del destino, y eso que nunca he creído en el destino.

¿Qué sentido tiene la palabra destino si somos nosotros quien debemos ejecutar sus planes?

Mis sentidos se agudizaban y volvían del palacio del olvido al empezar a reconocer con demasiada familiaridad elementos del camino. Cuanto más me acercaba más veces había recorrido esos mismos postes, pasado al lado de las mismas casas. El silencio era un constante. Pequeños signos de destrucción se agrupaban en los bordes, primero aislados, luego presentes, y más tarde invisibles. Como cuando uno sube a una montaña nevada y la propia nieve se va revelando con gran sorpresa en los aledaños de tu paso, hasta que la propia nieve es el camino; es entonces, cuando es invisible, como lo es el bosque cuando estás en él, pues solo hay bosque.

Las puertas de piedra, cerradas y también silenciosas, presentaban simbólicos signos de la violencia, pues daban una majestuosa entrada a un escenario de muerte y destrucción al otro lado. Un halo de luz caía ahora sobre la ciudad que eclipsaba las nubes negras del fuego; la acción del cielo, legendaria luz sagrada, reducida a la pista, a la prueba, de un asesinato en serie. Metódico. Erradicados. A la carta de una baraja, a una calavera en el cielo, a un casquillo de bala.

Empiezo a no sonar como yo, lo estáis notando, ¿verdad?

Tomé la inteligente decisión de no cruzar el limbo, la cuerda roja, que separa mi mundo del interior del horror que habita tras esas puertas de piedra gris, y entré al castillo por las escaleras de caracol de una de las torres, directo a la biblioteca secundaria de la congregación Este; donde enseñaba mi maestro. ¿Acabo de llamarle maestro otra vez?

Lo encontré, derribado, acabado, entre el resultando de un evidente saqueo y búsqueda violenta. Los libros, preservados de los elementos durante tanto tiempo, toda una vida tratados con absoluto cuidado, dedicación y leyes más conservativas que las de las personas, y yacían ahora resquebrajados. No destripados ni con páginas arrancadas; agrietados, reventados desde dentro. Resquebrajados. Hasta copias antiguas de las escrituras, históricas, ahora por alguna razón, malditas.


 - Has vuelto.

 - ¡Estas vivo!

 - No por mucho tiempo. Escúchame. La Torre de Drhal, más allá de los cuadros. Huye.


Empecé a oír ruidos.


 - ¡Huye!


Y pese a que acababa de dejar a mi maestro (no pasa nada si le llamo maestro, siempre y cuando no me llame a mí mismo su aprendiz) morir a mis espaldas, un pensamiento empezaba a eclipsar a los demás; ¿qué hubiese ocurrido si hubiese llegado un minuto antes o un minuto después?

El constante de mi historia, la duda eterna. Mas importante que la muerte del maestro, que el castillo en llamas. ¿Siempre que ocurren cosas importantes, demasiado importantes para la sobriedad con la que vivimos el día a día, nos parecen irreales? ¿Que le deben de estar ocurriendo a otros?

Por suerte, no tuve el lujo de poder sumergirme en mis problemas existenciales. Fui corriendo a los establos exteriores y comprobé con gran alivio que todo parecía ahí normal, los caballos comían heno apaciblemente y casi diría que el que escogí no estaba nada convencido de mis prisas y sugirió antes acabar de tomar el desayuno. Algo cambió. Tardé unos segundos angustiosamente largos convencerlo, convencido yo mismo del temor irracional de que en cualquier momento cinco enemigos surgirían a cortarme el paso de las puertas de madera, y en dirección opuesta a la puerta principal, huí de la nada, y el cielo rugió alrededor.

La Torre de Drhal se erigía sobre tierras firmes. Ese baluarte de lo antiguo, lleno de inscripciones y signos de magias ya olvidadas, estuvo vacío cuando días más tarde conseguí encontrarlo entre los caminos que no llevan a ninguna parte. Quizás su guardián huyó presagiando que caída la casa de mi señor, la torre ya no era el refugio para sus erudiciones y excentricidades arcanas; arcos márcanos, iconografía sagrada, estanterías hasta el techo y cuadros de saints cubrían totalmente las paredes del lugar. Acaricié los pomos de los libros admirando la especial aura de aquel sitio, no me detuve a mirarlos en un principio; solo fui pasando la mano, solo tocando ligeramente las estanterías, y los gastados muros, sintiendo su rugosidad y su belleza. Temiendo que las sospechas de su anterior habitante fueran ciertas, me quité de la cabeza la creciente idea de instalarme ahí a vivir una vida de estudio, libertad, y no convertirme, sino ser, el nuevo sabio de Drhal.


 Más allá de los cuadros.



Intenté separar de la pared todos y cada uno de los cuadros, que no eran pocos, de la imponente torre. Parecía mucho más grande desde dentro que desde fuera y los elementos de los muros eran un tapiz sin fisuras de ellos. Distintos tamaños, colores, formas, tonalidades, representaciones, estilos. Uno podía volverse loco. Solo tenían una cosa en común, en todos no había absolutamente nada detrás. Miré en la pared de detrás, miré detrás del propio cuadro, dentro del marco, fuera del marco, todo. Si el sitio parecía recientemente abandonado a mi llegada ahora parecía recientemente saqueado. Toda mi prisa, todo el tiempo del mundo que me había ahorrado cabalgando, temiendo y buscando detrás no servía para nada ante la desolación de la tarea sin resolver y lo peor de todo, peor que los cruzados, peor que los riders; desde el fondo del palacio volvió a poblar mi mente, la duda.

Y la duda me consumió.

Lo que se anteveía como una rápida búsqueda fueron días enteros en los que para no pensar y no decidirme leí un montón de cosas que no debía haber leído y el nudo permanente en mi estómago se fue convirtiendo en alguna extraña clase de poder. Pasaba horas sentado con la mirada fija en cuadros en concreto, en saints que me miraban con expresiones serias y desafiantes, desafiando la propia existencia. Por no pensar, por no decidirme, poco a poco me iba convenciendo, como una roca que va cediendo antes de decidir a qué lado saltar. Qué es lo que he hecho. Cuando dejamos de ser jóvenes. Me envenenaba la mente.


Más allá.



Si mi maestro hubiese querido decir detrás de los libros, lo hubiese dicho. Pero no lo ha hecho. Ha dicho más allá. ¿Esos saints, han existido realmente, han existido como saints? ¿Son figuras reconvertidas, a deseo del vencedor, son el vencedor? Llevaba ya horas sentado, casi sabiendo que no iba a ocurrir nada, que podía envejecer ahí, pero sabiendo que algo debía ocurrir, con el sentimiento de que no debía estar haciendo lo que hacía, que esos ojos me habían absorbido, que debía estar buscando más allá de los cuadros y solo tenía tiempo y excusas para quedarme mirando en el mismo sitio de siempre el mismo cuadro de Mithos, los mismos ojos rencorosos, azules solo sutilmente inyectados en sangre. Ese no era su lugar, era lo único fuera de lugar y cualquier otra persona hubiese tardado una eternidad en darse cuenta, incluso yo. Pero ahora era una evidencia, ahora o podía ver nada más y nada era más obvio que esa tempestad en medio de tierra de apacible cultivo. Yo no era así. Estoy cambiando, lentamente yo me tizno y la historia se tizna conmigo. No soy yo, son esos ojos. Son sus ojos. Él lo entiende.

Como una ligera ventana mal sujeta que se libera con el viento y queda grácilmente abierta por la brisa de verano, el cuadro se separó, se liberó de la pared. Detrás de Mithos, detrás del cuadro y de esos ojos malditos, había una sala, una sala mucho más grande de lo que podía caber nunca en esa torre.

Entré, cerré la puerta a mi espalda y no fue hasta entonces que me percaté del extraordinario y profundo silencio que gobernaba el lugar, mucho más denso, mucho más frio más profundo, que el silencio en el que había vivido toda mi vida. Era enorme.

El eco de mi voz resonó por las cuatro paredes. Se intuía por alguna razón que si ese sitio existía era para esconder algo, y la sensación de que alguien se escondía ahí para sorprenderme y apuntarme y matarme era permanente. Pese a que nadie sabía que yo estaba ahí ni estaba haciendo nada particularmente malo a los ojos de un observador objetivo aparte de encontrarme en un sitio donde no tengo motivo para estar. Pese a todo, el espíritu intrusivo de mi búsqueda, lo que significaba mi búsqueda, lo que estaba buscando en ese edificio gris, frío, que parecía hecho del material con el que se hacen las espadas; me delataba como culpable, apuntable y ejecutable. Pero no había sitio donde esconderse. Avancé, oyendo solo el sonido de mis propios pasos, dudando a cada uno si su eco eran pasos a mis espaldas. La presión era insoportable.

Me detuve totalmente cuando no pude aguantarlo más. Era demasiado. El mundo entero, esa sala, era demasiado. ¿Quería realmente llegar hasta el final, tenía realmente algún motivo? ¿La necesidad de que la historia tenga una continuidad justifica mi vida más que mi propia voluntad? ¿Esto es lo que es ser perseguido? ¿Así se siente él? ¿En eso debo convertirme? Corre. Esta es solo una catedral vieja y vacía. No tienes motivo para seguir.

Vete de aquí.

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