[Capitulo 14] Neo




Dicen que Neo fue el primero. Cuentan, que él llegó a este mundo de otro distinto y trajo con él la noche, que su voluntad podía cambiar cosas. Dicen que no recuerda su pasado, que solo vaga de ciudad en ciudad, buscando la suya. La leyenda de Neo es una cosa, pero su personificación en un motorista negro y que ahora trabaje para una familia mafiosa es otra.

La leyenda la ha oído todo el mundo, aunque no sea de la noche, y es que a mí me la contó mi padre; hay inscripciones y murales que tienen su propia leyenda en diferentes ciudades del mundo escenificando Neo en paisajes imposibles, con catorce compañeros, con su navaja bajo la túnica.

Aunque el mundo no se divide entre leyendas e historias de verdad no me creo casi nada de las cosas que oí en Waterfall’s, tampoco sé que creer sobre la leyenda, y es que cuando miro a la carretera, cuando tengo la cabeza nublada y los pulmones atascados y el nudo de que mi vida va a cambiar justo en la boca del estómago, es imposible pensar que pueda haber uno. Que pueda existir el primer rider, que un dios de la noche pueda vivir tanto tiempo sin ser al final la serpiente que da de morder. Que pueda haber existido antes un mundo donde nadie mirase esas vías, se maravillase de la velocidad, del aire azotando, de las luces, milimétricamente separadas. Me parece imposible.

Detrás de cada curva, de cada calle atravesada, se extiende otro camino, y otro, y otro; sin final. Eres solo tú. Yo recuerdo el día de mi elección, y a mi madre llorar, a mi familia desvanecerse de mi vida. Yo no soy Neo, pero quizás todos somos, en cierto modo, el primer y solitario rider. ¿Cómo se atreve a hacerse llamar así? ¿A comandar bajo ese título los sin rumbo? ¿Como? Son gente oscura, profundos, perseguidores incansables. Quizás ni yo podría escapar de ellos, mucho menos ordenarles nada.

Poco importaban las preguntas sin respuesta, ya no era el trabajo lo que me movía ahora, era la noche, Y con la noche a mis espaldas, hice rugir mi honda roja sangre para salir hacia el horizonte con un destello seguido de un agudo relampagueo que se perdió en la lejanía.

¿Me adentré en calles que se no debo cruzar, saben ellas que no soy uno de ellos? A cada una de esas calles, en cada rellano o ángulo de aparcamiento rezagado de la intemperie, parejas de ojos miraban cruzar a todo aquello que necesitase tanto pasar por ahí que signifique que algo está ocurriendo, pues no hay otra razón por estar aquí más que la de una razón más grande. Normalmente no quieres llamar la atención, y ser lo que está ocurriendo es precisamente lo contrario a ello, pero no puedo simplemente pasar andando, tampoco sería lógico esconder mis intenciones, entrar en el bar, hacer el intercambio y salir de ahí sin más. Si así fuesen como se hacen las cosas, entonces habría gorilas en las puertas, muros en los territorios, una bala entre mis cejas ahora mismo. Son las normas del juego.

Símbolos y elementos tradicionales iban en aumento conforme me adentraba más y más en la ciudad. Los ojos expectantes ahora eran sustituidos por un paréntesis de actividad y relativa normalidad en las más transcurridas calles centrales; gente conviviendo conversando y paseando en un distorsionado imagen espejo de la vida durante el día; vestían ropas extrañas, hierros y dilataciones en sus rostros. Botas de hierro y camisetas de grupos de música extranjeros. Turistas.

La luz de los carteles de comercios, bares y publicidad convivían con los balcones y las plantas sobresaturando el paisaje, cubriendo las paredes de las casas y siendo sostenidos sobre nuestras cabezas, ocultando a contraluz la verdadera noche detrás. Bajo ese manto de oscuro y claro, la espesura de la selva se alargaba como una maraña hacia las calles interiores, hacia la densidad y la profunda cueva; un retorno histórico al abrazo de las grutas que daban cobijo a la humanidad, donde encendíamos fuego y nos sentíamos seguros de noche. La imagen reflejada del día se volvía retorcida, asfixiante y tóxica cuanto mas adentro, y con las estrellas, ya invisibles, no podemos fingir más que en ellas se lee el destino. Ojos en sutil sangre de no dormir, necesarias gafas oscuras en interior y una seriedad en el ambiente. Un ir haciendo dentro de las historias. Paradas de frutas abiertas con todo el género a altas horas de la madrugada, hervidero de otros negocios, pero a veces solo eso; a veces solo una tienda de frutas, un restaurante vacío pero abierto, un herbolisteria. Sus dueños, con la necesidad, bajo la selva; con la necesidad de una continuidad, temerosos de que al cerrar los ojos todo el mundo conocido desparezca. El mundo trastorna a lo que no están preparados.

Aún me duele la mano. Es definitivamente, raro. No debería. Se me estaba amoratando, ¿me habría roto algo? No lo parecía, pero lo que parecía era más raro aún; había un color rojo bajo su superficie, como si eso causase el daño que se iba extendiendo. Era como, una grieta, parecía dañada desde dentro.

La sacudí y continué mi camino, saliendo a partes mas abiertas al cielo; el camino marcado ahora por líneas paralelas de motos de todos los colores, sobre un fondo de muro blanco con refinados ornamentos de olas y mareas en la parte de arriba. No iba a aparcar mi moto como una más, aunque fuese una directa provocación, aunque me conviniese pasar desapercibido. Quizás intentar pasar desapercibido me hubiese delatado, pero eso ya nunca lo sabremos. Me baje apoyando mi peso en mi mano derecha, y por poco me saca un chillido de dolor, iba a más y decidí esconder las manos en los bolsillos mientras flanqueaba líneas paralelas de columnas talladas en madera y entraba a esa estancia con aires de palacio imperial.

En realidad, pese a sus aires, pese a su presunta elevación en la escala social, este bar funcionaba igual que Waterfall's; el mismo tipo de gente, haciendo unas mismas funciones sociales, bebiendo alcohol bajo el abrazo de una supuesta protección; en este caso la del jefe de los Hiroka, el mismo que eludo por temor a la muerte, a la boca del mismo al cual estoy. Entré, entré como los tipos como yo entran en los sitios. Quizás nadie estaba mirando, y eso puede ser parte del encanto de una entrada perfecta. Mirando en mi dirección, verías un gran lienzo negro que es la pared de la fachada desde dentro, con la entrada de luz única de la calle, en otro plano, en el que hace viento, en el que estoy yo, marcada la silueta por una fina línea de luz que reseña los colores como lo pintaría un niño con colores de madera y brillantes rotuladores nuevos. Cuando yo entro, el viento entra conmigo y ahora afuera es adentro.

A cámara lenta, con el corazón a mil y la sangre de la mano herida también batiendo a su mismo ritmo, sé que debo aparentar tranquilidad, escuchando una música que solo yo puedo oír con esos desgraciados bebiendo y manchando de vino las mesas, jóvenes en silencio y la mirada perdida, jovencitas chillando más de lo necesario junto a grandes tipos que no hacen presagiar nada nuevo y probablemente se habrán follado años atrás a sus madres antes que a ellas. Con todo ese panorama, sin paranoia pero consciente de donde estoy pido algo para beber y voy a la única mesa libre que queda, y antes de poderme sentar un segundo con tranquilidad, sé que me están observando.

La mirada de un motorista oscuro desde la otra punta de la sala se clava en mi dirección, en mi mano, en mi frente, en la mancha de sangre de mi chaqueta, en mi paquete de cigarrillos, y yo soy ni siquiera capaz de ver su rostro con claridad, donde debieran estar sus ojos hay dos sombras, y no hay nada en su rostros que especifique ninguna intención, ni nada en su ropa que signifique nada, ni siquiera sé si me está mirando, empiezo a sudar, estoy seguro, ahora caigo, es uno de ellos.

La imagen de Sheena cruza mi mente.


 - ¿Cómo tú por aquí, Kavinsky?



Casi me había olvidado de la misión. Hasta casi me olvido de que yo de hecho dudaba que la misión fuese tal, pero la presencia de aquel chico nervioso, estilizado, occidental, nerd con gafas de gestos exagerado, y mucho más noche en sus espaldas de lo que parece de hecho confirmaba que la misión existía, se despresurizó la sala y el motorista oscuro despareció de la escena. Hicimos el intercambio, me relajé dentro de lo que los tipos como yo se pueden relajar y la noche que solo yo podía oír, el alma de mi historia, cambió a algo que no había oído nunca. Al principio era suave, complaciente y habitual acompañando mi paso por la gran noche de todos, pero luego, me subió por la mano agrietada una vibración incesante como de una valla de metal, incitando, intuyendo que debía ir a más; acompañando el instinto de otro momento y otro mundo, que justamente ahora debía estar haciendo algo increíble y rugiendo en carreteras perdidas de una ciudad abandonada sin luces y monumentos arenosos a medio destruir, pero a mi alrededor la noche no tenía nada que ver con ese sentimiento y por un momento creí que era yo que debía hacer algo, que había estado a punto de hacer algo toda la noche y esa era la conclusión y estaba perdiendo eso tan obvio e importante. Mi alrededor seguía en desconexión con esa noche, que iba subiendo a nueva cotas: perfecta, rápida y cambiante como una tormenta, como pinchazos en el paladar del mismísimo y olvidado cielo azul.

Y por primera vez en mucho más tiempo del que puedo recordar, la noche se apagó en mí.

Cosas horribles ocurren cuando la noche se apaga y tú no estás en el lugar correcto. Muchos la alargan más de lo que deberían, y sufren las consecuencias; muchos son testarudos e intentan vivir la noche que creen que merecen en vez de la que se les ha dado.

No me podía creer que se hubiese ido, miré a mi alrededor y la vista se distorsionaba, mi mano desprendía luz, la cara del motorista negra me sonreía desde las caras de todos los presentes, sobrenaturalmente cubiertos sus ojos de luz en ángulos donde la luz debería llegar. Tengo que salir de este lugar.

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