No Name




Arena.

Hasta donde alcanza la vista.

Solo arena.

Un océano dorado, un mar inacabable, inconcebiblemente vasto, de arena, arena y más arena.

Durante la primera parte de mi viaje, el desierto en sí mismo resultó ser la menor de mis preocupaciones. Quién era, qué hacía en ese lugar, cuál era el sentido de la vida, como podía salir de ahí. Eso era lo que me importaba. Alrededor de aquellas preguntas giraban entonces mis inútiles ensoñaciones. Mucho tenía que aprender y mucho que aprendí.

Todo cuando tenía conmigo era un caballo y dos semanas de provisiones, y el desierto no perdona con estas cosas. Si tienes dos semanas, tienes que dar media vuelta tras la primera o llegar a alguna parte con la segunda, porque si no lo haces, ya puedes empezar a rezar a dios llevar contigo una daga y tener el valor de usarla mientras aún tienes fuerzas porque, y créeme cuando digo esto, nadie en este mundo quiere morir de sed.

Pasaban los primeros días y todo lo que rompía la monotonía del paisaje me alejaba de mis profundos pensamientos y me hacía saltar a su encuentro. Mirado de forma apropiada, el desierto puede ser un lugar lleno de vida. Había plantas, pájaros, rocas, montañas y anillos de humo. Hacía un sol abrasador, pero el aire parecía estar lleno de música. Compensaba la evidente falta de estímulos con un entusiasmo juvenil, sobre-compensando lo suficiente como para de vez en cuando vivir aquello como una aventura. Pero hacerlo me dejaba exhausto. Las noches eran frías, sorprendentemente frías. Ni siquiera sabía encender un fuego así que me tapaba con lo que podía, y tras las dunas me echaba temblando a dormir hasta que el sol y el calor me despertaban. No entiendo cómo sobreviví, aunque quizás era más fácil dormir tranquilo cuando ni siquiera sabía qué peligros me acechaban. Ese es uno de los, a la vez, problemas y ventajas del desierto y la sabana, si puedes ver el peligro, es que ya es demasiado tarde, así que para qué preocuparse. La ignorancia puede llegar a ser una gran aliada.

Pasada la novedad inicial, cada paso pesaba más.

Caminé legua tras legua sin descanso. La piel me quemaba las entrañas y el calor se volvía mas insoportable cada día. El agua se agotaba a un ritmo alarmante, que es lo mismo que decir que el mar es azul y que las cosas caen del cielo. Una jauría de perros hambrientos me seguía, y yo no sabia si se tomarían la cortesía de esperar a que el sol terminase conmigo antes de empezar a cenar. Además de temblar de frío y de miedo por las noches, dejé de cantar.

El caballo era mi única compañía, fiel compañero de viaje. Lo que el primer día era una herramienta a mis ojos insensibles, se convirtió en mi único amigo en el mundo. Hablaba con él, dormíamos juntos, le quería como a un hermano y sin él estaría perdido, pero aún así me sentía solo. ¿Era eso lo que quería, un amigo, un igual? ¿Estaba en una especie de purgatorio hasta que aprendiese la lección de que la vida no tiene valor si no la compartes con los demás?

- ¡Ya está, ya lo he pillado! ¡Lección aprendida! ¡Puedes mandarme de vuelta, Dios!

Pero nada.

Si había un Dios, puedo asegurar que no veraneaba en aquella desolada tierra. Después de todo, ¿quién podía escoger estar aquí, de todos los lugares? Lo que a su vez me devolvía a mi pregunta original: ¿qué hacía, cómo había llegado yo aquí?

Con el tiempo, dejé de preguntarme esas cosas, y aprendí de algún modo a caminar sin pensar, silbar, cantar, ni ver nada más aparte de lo que tenía enfrente: arena, y más arena.

Llegó un momento en el incluso olvidé que no sabía porqué estaba andando. Uno se va desprendiendo de cosas, cuando avanza. A veces son objetos del equipaje que antaño se juzgaron importantes pero ahora solo son un peso más. Uno deja un rastro. Supuse que tenía un nombre, antes de empezar, y que en algún momento lo deseché con el resto de cosas sin real utilidad. Pasé por todos los estados posibles de desesperación, pero solo podía seguir adelante. Durante lo que parecieron miles de años, avanzando pero sin ver avanzar, sin nada que hacer. El tedio en este mundo viene en forma de exactas y potentes dosis individuales de arena. Toda revelación mística, toda realización mágica, todo momento de iluminación que hubiese significado algo en cualquier otro lugar era aquí completamente inútil, estéril y absurdo. Uno puede tener todas las epifanías que quiera, pensar que todo va a cambiar con la siguiente gran revelación o forma de enfocar la vida. Pero no lo hace. A veces uno cree que si, coincidiendo uno de ellas con alguna nimia casualidad. Pero la realidad no tarda en golpearte de nuevo al siguiente giro. No importa a qué consecuencias llegue uno después de una vida de silenciosa introspección, al final el resultado es el mismo: estás en medio del desierto, y no hay mas.

Cuando uno se encuentra en este tipo de situaciones, suele prometer cosas. Por ejemplo: cuando vuelva, seré una mejor persona, iré al gimnasio, beberé un poco menos. Sandeces. ¿Cuando vuelva donde? No tengo a donde volver, esto es ahora mi vida. Cuando antes lo aceptes, mejor. Caminas y caminas, a veces te dejas seducir por ilusorios oasis, y un día te vas a morir (o eso esperas). No es tan diferente a la de los demás.

No sin razón las gentes del desierto han producido los profetas de nuestra historia, una tierra dura que requiere de un metabolismo rápido, una mente despierta, un Zarathustra esculpido por la violencia de las tormentas de arena y la erosión que castiga las montañas.

¿Era esto una prueba de algún tipo, una prueba de mi valía?

Abandono si es así, lo prometo. Me rindo.

Estaba tumbado en el suelo. Mirando el cielo azul. Mediodía. Apenas me podía mover.

Llegados ese punto, ya solo quería morir.

Me levanté y continué, dios sabe porqué. A mi lado, las ruinas de lo que debió ser el templo de una antigua religión, ahora pasto de la arena. Un par de paredes en pie, con extraños símbolos pintados que ya no significaban nada y representaciones de escenas que probablemente en realidad nunca habían ocurrido. No quedaba nada que hiciese de aquel un lugar especial ni sagrado, solo eran un montón de piedras sobre otras piedras.

Quizás todo es así. Francamente, no me importaba.

No había agua.

Eso si me importaba.

Llegó de la nada una brizna de viento. Mis labios secos, cortados, estaban ahora también cubiertos de una fina capa de arena, pero ya daba igual. El caballo estaba descansando a mi lado, a la sombra de uno de los pilares, y yo fantaseaba con la idea de no moverme nunca más de ahí. Estaba acabado, casi delirando.

¿De donde sale toda esta arena?

Toda esa historia de que empiezas a tener visiones, y ver en la absoluta nada oasis o costas milagrosas es cierta. Es cierto que ocurre, pero no es el final, hay verdades más allá de las verdades. Llega un momento en el que tu locura te lleva no solo a ver esas cosas sino a ignorarlas, a pasar de largo. Ahí es cuando estás jodido. Cuando las ignoras aunque quizás sean de verdad, aunque para ti no haya gran diferencia, aunque crees que lo contrario te haría parecer estúpido. Una vez eso ocurre, podrías pasar de largo un oasis de verdad, podrías entrar en un poblado hablar con sus gentes, ver un cartel enorme que señalase la salida de tu infierno personal y lo saludarías con una mano al pasar. Podrías realmente escapar, estar completamente rodeado, en medio del espacio interestelar, navegando a través de las estrellas, pero tu mente seguiría en ese desierto, andando más y mas allá. Llegado cierto punto, cuarenta años después de vivir una vida normal, te despiertas por la noche convencido de que sigues en el mar, o en el desierto. De esos sitios uno nunca realmente se va del todo. Hablas con la gente, interactúas con normalidad, pero una parte de ti sigue en ese sitio; un puñado de arena siempre en los bolsillos de tu chaqueta, una tonelada cuando te despiertas, siempre encima de ti.

Un río debió haber pasado por aquí, dando vida a una pequeña población llena de gente, pero un día murió y se quedaron sin hogar.

Por alguna razón ese pensamiento fue demasiado para mi. Siempre es algún gesto, o algún símbolo inesperado. La tristeza me hacía un nudo insoportable en el pecho, y casi no podía respirar. No me quedaban lágrimas de verdad para llorar, ni tampoco nunca había aprendido a hacerlo, pero estaba llorando desesperadamente. Creo que, en ese preciso momento, fue cuando perdí el último resto de esperanza, uno que ni siquiera recordaba tener, y estaba otra vez por fin listo para morir.

O eso creía.

¿Cuánto tienes que caer para tocar fondo? Cuando crees que has llegado a este, todavía caes más.

Crecían nubes en el corazón de las montañas, y como una vez cada cien años, como en los milagros, empezó a llover. Un par de gotas repicaron en mis labios secos. Empecé a reír de desesperación ante mi suerte, sin motivo alguno. No podía parar. Cada vez que llegaba a mi límite, en la noche más oscura, el desierto tenía la crueldad de obsequiarme con alguna bondad. Una flor. Un día de lluvia. Una canción. Así, cada vez, la cuenta atrás hacia el fin de mi historia volvía a empezar.

Los hombres temen al desierto, pues el desierto es un espejo. No importa quién ni como seas durante el resto de tu vida; cuando el hambre, el calor, la inmensidad y la sed te golpee de verdad, quizás no te reconozcas en su reflejo, o no te guste lo que veas en él.

Quité las ataduras a mi caballo y le dejé para siempre libre, y nunca nos volvimos a ver.

¿Qué derecho tenía en compartir mi destino con quién me estaba intentando sacar de él?

Solitario, otra vez empecé a caminar.

Cada cierto tiempo parecía repetirse la historia de una u otra forma, lo bueno es que aprendí a sobrevivir algo mejor. Empecé a ver vida otra vez a mi alrededor, montañas solitarias, pequeños mercados en aldeas, dioses enterrados, persecuciones bajo la luna. El desierto es un lugar increíble. Danzando siempre alrededor de la muerte, parece que soy inmortal, pues no importa la sed inacabable que tenga, el hambre atroz, ni la mas profunda soledad; condenado a sobrevivir, castigado a siempre seguir hacia adelante pese la adversidad. Me persigue la muerte y yo soy un pájaro sin alas, un cowboy sin pasado, absolutamente nadie, un prometeo cuyo propio cuervo ha decidido olvidar. Mi vida es una prisión para la mente, solo que no alcanzo a ver nada parecido a unos grilletes, unos barrotes, ni un guardián. Sería mucho más fácil, en cierto modo, estar encerrado. Pues incluso en la peor de las cárceles, como mínimo sabes que estás ahí no porque quieras, sino porque no puedes salir. El desierto tiene la crueldad de ofrecer opciones, si bien en forma de idéntica dirección cardinal.

Quizás en cierto modo soy yo quién no se quiere ir.

Esa es la idea que te tortura, que nunca consigues aplastar, porque de hecho nunca estás seguro de si deberías. Tampoco estoy seguro de que exista un mundo ahí fuera. Mis memorias, desaparecieron con mi nombre, mucho tiempo atrás. Este es el mundo. Este es ahora mi hogar. Si recuerdo, duele demasiado. Algunas heridas solo las puede curar el olvido.

Si alguna virtud tiene esta vida, es que es simple. Cómoda, en el sentido de lo que exige de ti. Sincera, en su terrible apariencia. No esconde nada, ni tiene dobles sentidos. Si un día me encontrase el mar en el horizonte, o lograse llegar a algún lugar, no se lo que haría. Creo que una vez miré hacia atrás, y me pareció ver una ciudad en la distancia, exactamente por donde había venido. Pero era un sitio sin alma, con el corazón enterrado, así que seguí como si no hubiese visto nada.

Durante mis más largos viajes, me vienen a la mente algunas de aquellas preguntas que me hacía los primeros días, y estoy igual de lejos hoy de responderlas de lo que lo estaba entonces. No se cuanto tiempo mas voy a aguantar el castigo del sol abrasador, cuando mi cuerpo o mi mente van a decir hasta aquí. No se ni cuantos años llevo caminando ni si nunca, ni yo ni nadie, ha existido más allá de este lugar. La costumbre me ata a la vida, el látigo me instiga a seguir adelante, dando vueltas en círculos, mi alma tirando de mi cuerpo cuando mis piernas no pueden más.

Llegado a cierto momento, no se si se trata de un castigo o un regalo.

Pero nada de eso importa, eran pensamientos inútiles entonces y lo siguen siendo hoy.

Algún día voy a conseguir cruzar este maldito desierto, y algún día todo llegará a su final.

Hasta entonces, solo queda caminar.