Viaje de lágrimas y sin llantos


Me dirigía al norte. No se trataba de un norte muy lejano, pero siempre que viajaba al norte me sentía nostálgico y, esa vez, no fue distinto. No era un camino muy largo, se me hizo más corto de lo que esperaba, pero para mi alma fue el más longevo de su existencia. No fue un camino duro para ella, al contrario, fue placentero. Yo quería llegar a mi destino pero, en lo más profundo de mi ser, quería que ese viaje durara eternamente. 




Era el tipo de viaje que no puedes planear. Sabes que el viaje está en marcha cuando ya ha empezado, pero no te das cuenta de ello. Es de esos viajes que cuando los planeas no salen bien, de los que te sorprenden al momento, de los que uno siempre guarda un recuerdo sin siquiera tener que imaginado. El mio es -como algunos lo llaman- un viaje inesperado, de lagrimas y sin llantos. 


Debería empezar por el principio, pero en este punto estoy perdido. No sé ni cuando ni como empezó. Lo que si puedo intentar es describir, vagamente, lo que fue ese viaje. Mentiría si dijese que lo que os voy a contar es cierto, pues no lo creo, pero en ese momento me pareció la cosa más cierta de toda mi vida y, seguramente, esa, fue mi única vida. Aún así, voy a intentarlo: 

El paisaje. El paisaje me traía recuerdos, recuerdos de no haber estado allí. Una nostalgia mágica me poseía. El sol no me cegaba, me abría entera el alma para que no viera con los ojos, me obligaba a cerrarlos y a que viera de verdad, me enseñó a ver más allá. Veía la silueta de las montañas y estaba seguro que ellas me veían a mi. Podía sentir todo lo que en mi vida no había sentido. Me sentía más acogido que nunca, como si volviera al lugar al que pertenezco. Buscaba nubes, pero no las encontraba. Ellas me miraban escondidas detrás de un cielo muy lejano, riéndose de mi alma, que ya les había sido otorgada. Aún así, podía ver el viento, no el que mueve los arboles en noches de tormenta, no el que hace volar las hojas a las que ya les ha sido arrebatado el tiempo, lo veía pasando a través de mi, veía como se aproximaba y yo abría todo mi espíritu para que no encontrara, el viento, obstáculo en mi. Lo veía todo, menos mi futuro. 




Recuerdo el sonido. Escuchaba voces dentro y fuera de mi, todas hablando en direcciones opuestas y yo no podía seguir ninguna. Intentaba agarrarme al calor de la que me parecía ser más próxima, pero resulta que me llevaba demasiado lejos y aún no estaba preparado para tan largo camino, así que me perdía al intentar encontrar otra. Podía seguir hasta cuatro, cinco, seis melodías a la vez, todas distintas, ninguna era la mía. Mis ideas creaban la sinfonía perfecta que necesitaba, pero yo no lo sabía, no sabía ni que tuviera ideas. Dejé de buscar, pues no me importaba escucharlo todo, escuchar nada. 

El frio me cubría, pero no importaba, ni siquiera me daba cuenta, estaba demasiado ocupado con todo a mi alrededor. Aunque creo que miento. Lo que me rodeaba formaba un conjunto perfecto, no había un TODO, solo había un UNO. La perfección de las circunstancias era implacable. El caos desorganizado, que pretendía que me centrara solo en un único matiz, hacía que la totalidad de los engranajes existentes me trataran como el corazón de la situación: todo me necesitaba y yo necesitaba el todo, completaba la ecuación al mismo tiempo que yo era inútil sin ella. 




Sabía que al final de ese viaje encontraría algo y, por primera vez en mi vida, no tenia miedo de encontrarlo. Sabiendo todo eso, me temo que no sabía nada. Era prisionero de aquella situación, estaba a merced de ella, pero me sentía seguro, me sentía guiado, protegido. Si hubiese muerto en ese momento me habría sentido más vivo que nunca. 

Pero EL FIN, lejos de llegar, seguía su camino, al igual que yo el mio. La verdad es que tampoco lo perseguía -tampoco hubiese podido-, simplemente sabía que lo encontraría y, en ningún momento, tuve la necesidad de encontrarlo. Que surte la mía si mi destino hubiese sido el viaje. 




Creo que nunca llegué a él. Intenté creer en un destino, intenté buscar la perfección que terminaría ese viaje, pero supongo que maté cualquier opción antes de que hubiera realmente alguna. 


Al fin llegué. La desesperación fue lo primero que me invadió. Pensé: “se ha acabado el viaje, he llegado a la cima, mi recompensa, mi triunfo, todo llegará en este momento y, dure lo que dure, voy a aprovecharlo”. Este fue mi primer y último pensamiento. Lejos de la realidad. Durante todo el tiempo que estuve, en lo que yo creía que sería mi destino, no pensé en nada más que en volver a viajar. Cerraba los ojos e imaginaba como seria la vuelta. Estaba feliz porqué sabía que aún tenia una opción, otra oportunidad para llegar, pero no recordaba que, ahora, el viaje era hacia el sur. 




Incluso sabiendo que no había conseguido mi destino y que, probablemente, nunca estaría tan cerca de conseguirlo, en ningún momento desesperé, no grité. No hubo lagrimas que ahogaran mi dolor. Solo espero volver al norte y sentir, de nuevo, esa nostalgia, la nostalgia que me llena de recuerdos no vividos y que, por una extraña razón, me hace sentir parte de un mundo que no existe; un mundo que es mi mundo; un mundo dónde no soy nadie, pero dónde SOY. 



Aunque no me arrepiento de haber vuelto, preferiría haber muerto en ese momento.



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