[Colaboración] Nameless

[Nota del editor: Rainy Mood]

Era sobre la una y pico de la madrugada, mi cuerpo yacía sosegado en mi cama arropado por un mar de pósteres, pero mi mente estaba más activa de lo que parecía ser y el sueño empezaba a enturbiarse. Mi cerebro reproducía una escena realmente tranquilizante, un grupo de unas quince personas andábamos por el bosque, no conocía más que a dos personas de mi pueblo, cierto personaje que siempre he considerado bastante místico y yo manteníamos una entretenida conversación, aunque no consigo recordar de qué hablábamos. Al mismo tiempo ese lugar idílico se desvanecía y los truenos empezaban a apoderarse de mi mente y de toda aquella naturaleza solo quedaban esas palabras que estábamos intercambiando. Cuando pude abrir los ojos vi una silueta, a mi parecer extremadamente delgada, en la puerta de mi habitación, yo todavía adormecida pegué un grito, pero solo resultó ser mi padre; quería avisarme de que había tormenta y que sería mejor que cerrara la ventana de mi habitación. Aproveché la situación para ir a beber un vaso de agua, todavía con la sensación de tener un mal despertar me acerqué a la ventana de la cocina para ver como llovía. 

Ahí estaba, la ciudad siendo iluminada intermitentemente y poco después golpeada por el tridente de Poseidón mientras caía agua a cántaros, quedé hipnotizada por ese majestuoso espectáculo de la naturaleza. Pocos segundos después veía como cerebros se dejaban llevar por las corrientes de aire como si de polen se tratara. Intentaba dar una explicación a lo que estaba sucediendo, pero no la encontraba; justo después un relámpago cegador resplandecía tanto que solo podía ver una pantalla totalmente blanca, y un trueno ensordecedor ocupaba mi mente de tal manera que no podía pensar. Lo próximo que vi fue una sala con luz tenue, nunca había estado allí, pero sabía quién estaba conmigo. Las personas que me acompañaban en la excursión por el bosque de mi anterior sueño volvían a estar conmigo, pero esta vez era real.



Miedo y asco en Montblanc. Crónica de la Acampada Jove


Llevo años escuchando a mis amigos de la jerc hablar sobre la acampada jove, y todo son elogios, recuerdo un: “la acampada jove es lo más parecido a Woodstock que hay actualmente”, creo que fue Pep el que lo dijo, obviamente sabía que estaba exagerando, pero me hizo despertar bastante curiosidad sobre este festival.

Finalmente, este verano he decidido ir, ha sido infinitamente diferente a como me lo imaginaba, en algunos aspectos mejor y en otros peor; tras años de escuchar historias situadas allí, era imposible que no me hiciera una visión propia de cómo es el lugar, y aún más imposible que esas imaginaciones estuvieran muy alejadas de la realidad. Si en las dos ediciones de Miedo y asco en Barcelona predomina el miedo, en esta lo hace el asco; el asco que sientes al despertarte dos o tres horas después de haberte acostado ya que el calor no te deja dormir más, y al salir de esa tienda infestada de dióxido de carbono, en vez de oxigeno te dé la bienvenida un suculento y abundante polvo, que se te pegará al cuerpo, entrará en tu boca y penetrará por tus fosas nasales.

Este asco se desvanece progresivamente, tras la comida, un paseo por el amigable pueblo y una siesta en la sombra del césped que envuelve la muralla te encuentras bastante mejor; pero el punto de inflexión es la llegada de la noche; mares de alcohol, música y buen rollo diluyen el malestar. El mañana se desvanece, pero acaba regresando, y casa vez con más fuerza, la resaca se vuelve acumulativa; el polvo (o el MDMA) destruye tu lengua y dejas de sentir el sabor de los alimentos; entonces, te das cuenta de que no vas a aguantar tres días sin cagar, tan solo entonces aceptas tu derrota, y te diriges con la rendición en tu mirada, hacia uno de esos asquerosamente sucios, claustrofóbicos e infestados de bichos váteres comunitarios.

Llegados a ese punto, Pablo, David y yo, nos cuestionamos si, en vez de gastar nuestro dinero en comida nos salía más a cuenta comprar una pistola y suicidarnos.



[Música] Camarón y sus amigos



Eran tres noches en una de sola, ocurriendo a la vez.

La primera era una noche de julio, la segunda una noche de estrellas y a colofón de la segunda, había una tercera noche sin luna. Estábamos en el barco, sentados en la cubierta, esperando salir a la mar. Nos lo tomábamos con calma, pues la noche avanzaba y el viento del norte soplaba fuerte. El capitán estaba en la cabina, esperando noticias por radio y consumiendo nerviosamente un cigarrillo y otro y otro y otro sobre los desnudos paneles de control. Yo, vestido sino disfrazado de marinero, usando mi mochila de cojín, me relajaba y aguardaba suspirando, deseando que al final decidiese que nos quedásemos en tierra para leer, para ir a ver a alguna chica del pueblo o simplemente dormir.

A las ganas de trabajar ni se las veía ni se las esperaba.

Los marineros, ajenos al nerviosismo del capitán y a mi total indiferencia, pasaban el tiempo hablando y contando historias de hombre de la mar. Uno aprende con el tiempo a no prestar mucha atención, pues aprovechan a la que tienen alguien dispuesto a escuchar para contar su historieta o su batallita, o su anécdota de la tarde. Con el tiempo terminas aprendiéndotelas todas ellas de memoria, y ya no solo los cuentos, sino también las mismas frases manidas y las mismas bromas sin sabor, de las que te ríes en un acto de costumbre.

on the road primera parte (reedición)


Sostenido en las alturas, en precario equilibrio bajo un injusto sol de verano, me encontraba usando, mirando y sudando pintura liquida de negro acrílico sobre la superficie de madera de un barco de doce metros de eslora. Bajo el sol, sobre la superficie; sudando, esperando y maldiciendo.

El barco de mi padre, y legado del padre de mi padre, sacado del agua para su correcto mantenimiento. Reposaba como un prehistorico amenazante monstruo marino en un gran museo de historia natural cuando paradojicamente es el arca que nos salva de ellos en el mar, siendo el monstruo el mar mismo. Aparcado en un estibadero sobre maderas astilladas en forma de cuña. Toneladas y toneladas de hierro, madera y un motor digno de una fabrica industrial portátil, formaban un amasijo llamado barco de pesca que nos habíamos encargado de subir por una cuesta de piedras sostenidas entre el mar y la tierra. En tan hercúlea tarea el armador había sido asistido con un inestimable motor hidráulico y la fuerza de nuestros brazos hechos polvo de toda una noche, con su correspondiente mañana, de trabajo.

En esos momentos, no soy nanaky. Ni siquiera nos parecemos de lejos lo suficiente como para que nos confundan por la calle.