El eco de mis pisadas era devuelto con truenos de una joven tempestad que iluminaban la estancia en intervalos cortos pero suficientes para contemplar su magnitud. Era una sola sala completamente vacía que ocupaba la totalidad de la nave, fría, metálica y serena. Este no era un sitio normal, o quizás sí, pero tenía la cualidad de hacerme preguntar porque había terminado precisamente en este sitio, en esta noche; repasar los exactos pasos y advenimientos que habían terminado conmigo en este preciso lugar del mundo. Pero solo oía la lluvia crujir, contra el techo de aluminio, repicar rítmicamente, y acompañar un frío mucho más físico que el de la falta de noche o el de mis manos nerviosas y adoloridas. Me sentía desprotegido, perseguido, mucho más perseguido que cuando tenia esos moteros a cinco metros cruzando puentes sostenidos a más de cien kilómetros por hora. ¿Era así, como se sentía, ser perseguido cuando no eres Kavinsky y tu mundo no es la noche?
Sentía que yo no tenía que estar ahí, sentía que era una trampa, y que detrás de algún aparato industrial, o de una inocente mesa de madera, o de una columna lateral para sostener el peso del edificio, alguien saldría me apuntaría y me ejecutaría. Quizás la sensación era más profunda aún que el miedo a una trampa, quizás era más el sitio que yo, quizás ese sitio era de alguien que escondía algo terrible o que no quería que nadie estuviese ahí, y yo entonces podría decir que solo trataba de esconderme y escapar. Sé que desvarío, sé que la paranoia va en aumento y la mano derecha me vuelve a latir por propia voluntad. Avancé, oyendo solo el sonido de mis propios pasos, dudando a cada uno si su eco eran pasos a mis espaldas. La presión era insoportable.
Pero yo era más fuerte, y continué unos pasos más.
A la distancia, vi un objeto extrañamente familiar. Había un cuadro, con un marco antiguo, alto como una persona, de pie al fondo de la nave. Ese objeto de pintaba nada ahí. Estaba, fuera de lugar. Y sin embargo, ahí estaba. Era un ángel con unos ojos terribles que durante un segundo todo me hicieron olvidar sobre Takahashi, Sheena, Raider, la noche, mis perseguidores y mi mano derecha.
La miré, y estaba completamente normal, como siempre había estado. No había herida, ni enfermedad, ni rastro de que nada le hubiese pasado fuera de lo normal. Junto a eso, tampoco había ningún cuadro, y me sentí perdido, no perdido como un niño en un supermercado sin encontrar a su madre, sino, como lo diría; en mayor magnitud, perdido como el silvido del pacífico en las lunas de saturno. No sabía qué hacía ahí, sabía que acababa de hacer algo terrible. Sabía que tenía que correr, y temer, porque a veces hay que temer las cosas adecuadas; y una vez más la luz de un relámpago iluminó toda la sala, vacía, silenciosa, enorme y terrible.
El viento y la lluvia me golpearon mucho más fuerte de lo que esperaba, pero resistí estoicamente su embestida, sabiendo que algo mucho peor estaba por llegar. Subí de un salto a la parte enfrentada a la fachada de la nave del muro donde había descansado minutos antes, cuando aun estando escapando, herido y sin noche; la vida era mucho más sencilla. Cinco motos negras una al lado de la otra rompían la línea del horizonte que lleva de vuelta al centro de la ciudad.
Raider.
Era una visto terrorífica, digna de leyenda, pero pese a eso, me permití el lujo de gastar unos gramos de arena de mi precioso tiempo en alzar la cabeza y cerrar al mismo tiempo los ojos lentamente y sentir a mi alrededor, en las manos, en los hombros, en el repicar del acero, la lluvia, la tormenta y el viento en todo su esplendor. Y en el momento de máxima desesperación, de entre las cinco espadas y la pared, de yo con la muerte detrás; volvió la noche, y con ella, volvió Kavinsky.
Pronto, el paisaje desatado de los suburbios se transformó, dejando una estela de humo y rueda quemada, en cuidadas carreteras que eran equivalentes redes neuronales de comunicación de la ciudad a las nuestras propias, destellando entre ellas no como viajeros veloces sino como impulsos eléctricos. Íbamos tan rápido, que veía sitios en los que no estábamos. ¿Sabes cuando tienes un lugar al que ir y puedes visualizarlo tan claramente en el camino que te parece estar a la vuelta de cada camino pese estar a kilómetros de distancia? Yo veía acantilados escarpados, castigados en su base por la persistente espuma de las olas. Veía las montañas en la distancia, y segundos después estaba en ellas, subiendo esa pieza de atrezo de nuestra vida en la ciudad. Las luces de neón, a los lados del túnel de la cincuenta y dos, se fundían en un continuo que luego se volvía a separar al salir a cielo abierto, para ser espíritus luminosos que te marcan el camino, te cuidan, y te devuelven a casa sano y salvo.
Nunca había visto una noche tan esplendida como esa, y podría pasarme horas describiendo cada segundo, cada niño mirando desde la ventana trasera del coche. Me pregunto que vería, entre la oscuridad, la carretera, la lluvia, los relámpagos y las motos negras. ¿Vería él el mismo cielo que yo veo, me vería como un loco, como un criminal, como el líder de esos otros chicos que me acompañan muy lejos, ignorando el mal del mundo?
No sé cuánto duró. No sé cuándo perdí la noción el tiempo y el espacio. Sheena. Takahashi. Mi Honda. Mis padres. Todo se fue acumulando en mi cabeza, no para ser pensado, sino para ser olvidado. Toda mi vida, pendía de la punta de los dedos de la mano de alguien tendida hacia el sol preparando para liberar toda su gloria; era rápido, era frágil, era una sombra danzando entre estatuas de mármol y piedra que solo podían mirar, ni siquiera comprender, la magnificencia de lo que estaba aquí ocurriendo.
Entramos en otro túnel, y sentí que me fallaban las fuerzas, y que la moto negra recién adquirida, ya mi eterna compañera, no iba a aguantar más. Al salir de él, las cinco Yamahas se desplegaron a mi espalda en línea, tal y como habían venido, como un ave imperial desplegando sus alas antes de descender sobre su presa, deteniendo el tiempo en el aire, para observar la belleza de su movimiento, la magnificencia y su noble transición en el segador.
Me sentí frágil. Me sentí mortal.
Llovía cada vez más fuerte, y cinco jinetes en sus bestias negras me perseguían como a uno le persiguen en los sueños; en cada rincón, detrás de cada curva, en cada casa y en casa país. Detrás de cinco años de tu vida intentándolos huir, al volver a casa con tu familia; te los encuentras en tu jardín, sentados con sus armas en la mesita de roble que hiciste con tus propias manos, recordándote quien eres y de cómo en el fondo pese todo este tiempo les perteneces a ellos. Al mundo. Al miedo. La persecución se extendió más allá de las luces y limitaciones del camino. Era una lucha mental, una supervivencia a golpe de ruido de maquinaria y hierro contra hierro. Conseguía librarme de uno, de dos, de tres. Y aparecían en otro cruce, dos kilómetros mas allá, desde otra dirección, desde donde solo se puede llegar dando vueltas a la roca y al cemento durante siete. El viento silbaba a mis oídos, el agua aumentaba la prisa en la carrera y disimulaba la adrenalina y el fuego de mi cuerpo; helada, cortando en diagonal mi rostro como una gran garra y penetrando en mi mente, que a lo largo de una vasta llanura de heno, de vuelta a los techos de relámpagos y el abrazo de los árboles, habiendo atravesado mundos y fronteras, había llegado a una conclusión. Había llegado a lo único que podía hacer. Finalmente lo había comprendido todo.
Frené derrapando hasta dejar la moto en perfecta posición perpendicular sobre la carretera. Las Yamahas se detuvieron a dos metros de mí, en línea y sin expresión en sus ojos. Alcé la mano derecha dándoles la espalda, en dirección al incipiente sol, aún sin amanecer, y cerré el puño con decisión. No me he convertido en él. Yo no era él cuando empezó esta historia. Sin embargo, ahora soy. Se trata de ser. Esta era una historia de bandas, mafia japonesa, y tópicos de novela negra. Era.
- ¿Raider, hacia dónde vamos?
- Hacia el horizonte.
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