Estás en un bar. Sonidos de copas y hielos mezclándose, conversaciones cruzadas y vasos de tubo de cristal. Mesas, barra, taburetes y mesas son de madera, y en los altos techos se acumula el humo procedente de los cigarrillos. No, no estás en el cielo; eso antes se podía hacer. Hay suave música de fondo, pero nada intenso. De hecho, nadie parece percatarse de que está ahí hasta que sin previo aviso desaparece. Las luces bajan de intensidad y se encienden unos focos improvisados. Algunos reposicionan sus sillas y la atención hacia el punto focal del sitio, mientras que otros, de espaldas e ignorantes al cambio, tienen que ser advertidos de mantener silencio.
Un hombre sube al escenario (si es que se le puede llamar escenario a estar a ras de suelo) y empieza a hablar.
No es un gran acto, en el sentido de que no estamos en un estadio, ni había apenas publicidad. Algunos ni siquiera están ahí por eso, algunos ni sabían que tendría lugar, pero la mayoría lo toman como una agradable sorpresa; un acompañamiento inesperado a la ya de por si agradable velada. Hay risas y penas. Chistes e historias. Unos minutos después el showman decide hacer el primer descanso de la noche, y quizás haciendo referencia a lo que decía ese famoso cómico de los ochenta (que curiosamente empezó su carrera contando chistes entre canciones) pregunta al público: "¿y ahora, no les apetecería escuchar unas canciones?"
Entonces, un músico sube al escenario y canta una canción.
Hace una actuación espectacular y el público le aplaude, pero en lugar de volver el cómico, sube otro mas. Es uno famoso, y el público vitorea al acabar. Luego, otro más. Otro más. Sin parar. Nadie sabe que está pasando. Los cantantes españoles de antaño (tantos los buenos como los casposos) uno a uno van se van sucediendo, y tras actuar van quedándose a ver la siguiente actuación; llenando hasta los bordes el ya de por si abarrotado bar y pidiendo cocacolas a las ajetreadas camareras. Como si fuese una versión macabra de la canción "qualsevol nit pot sortir el sol" de Jaume Sisa o un concierto de la orquesta diversiones. Hace calor, y a los dandis con la camisa abierta a medio pecho les suceden señores bien vestidos y cantantes de voz potente con letras enamoradas. Las mesas del público y los clientes habituales tienen que hacer sitio a Camarón y sus amigos, que han sacado una guitarra y ahora hacen palmas al cantar. Joan Manuel Serrat se está tomando un vino y un whiskey Joaquín Sabina. Nino Bravo le está mandando un mensaje a su novia, José Luis Perales escribiendo una canción de amor en una servilleta y Bertín Osborne pensando en su futura carrera televisiva; cuando de la nada aparece un piano y cae la noche. Caminando con gracia sube al estrado Ana Belén para cantar una última balada y convertir definitivamente en mito y leyenda la noche y la canción.
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